'Una de romanos'

Aquí puedes leer el primer capítulo de mi novela 'Una de romanos'.

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CERO



Ningún vecino de la calle Portugal olvidará jamás aquel grito desgarrado que los despertó a todos el tres de diciembre de 1969. Nunca antes se había escuchado en esas casas un lamento tan profundo y tan lleno de rabia, a pesar de las numerosas personas que habían desaparecido con la marea que arrastró la guerra en el pueblo. Ese estallido interno, que fue lo primero que escuchó Aurora al nacer, hizo que arrancase en llantos y el aire rancio entrase en sus pulmones, dándole la vida. Su madre, entre harapos, al amparo de la débil luz que ofrece una vela casi consumida, y sintiendo cómo se le abrían las carnes, parió a su segunda criatura. Fruto de la hemorragia que estaba sufriendo, de la soledad que la inundaba y de la decepción al comprobar que su nuevo hijo era una niña, se lamentó amargamente. Se lamentó esa noche y desde entonces, no paró de hacerlo.

A la mañana siguiente, no amaneció. La negrura de la noche fue difuminándose muy lentamente hasta transformarse en un color grisáceo que reinó durante todo el día. No hubo latigazos naranjas en el cielo ni macedonia de colores cítricos. El frío podía verse en las pieles agrietadas y blanquecinas de los torniegos. Las mujeres, ataviadas con faldas de pana, siempre por debajo de la rodilla, se dedicaban al cuidado de la casa y de los hijos mientras sus maridos, con boinas y botas Segarra, hacían lo propio con las cosechas y el ganado. En El Torno, un pequeño pueblo situado en pleno Valle del Jerte, abundaban los cerezos y los cultivos de patatas.


Elisa Moreno nunca amamantó a su hija. A pesar de tener que cambiarse a menudo de ropa por el goteo incesante que tenían sus senos, se negó rotundamente a alimentar a la cría. Así que la pequeña Aurora jamás creó el vínculo afectivo que hubiera surgido del contacto de dos pieles desnudas necesitándose mutuamente. El padre de Elisa, conocido en el pueblo como El Cabrero, obsequió con una cabra a su hija unos días antes del parto. Ésta la ordeñaba en pequeñas cantidades tres veces al día. Apretaba con fuerza las ubres rosadas y la leche salía disparada a presión, cayendo sobre un cubo de cinc medio sucio. Era el mismo que usaba para recoger los huevos de las gallinas. Le daba a Aurora el líquido blanco con una cuchara directamente del cubo. Tiempo después, se hizo con una tetina usada que, colocada en un botellín de cerveza, hacía las veces de biberón. Así fue como la niña empezó a perder la delgadez extrema; gracias a una cabra. Elisa no se lo dijo a nadie, porque pasaban los días sin que entablase conversación con persona alguna, pero el motivo  de no querer amamantar ni amar en demasía a su retoño era porque en su anterior lactancia, se entregó con la pasión de una madre primeriza a los cuidados de su hijo y luego pasó lo que pasó.

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